martes, 6 de octubre de 2009

En la feria. Cuento

En la feria

Rafael Mora Vázquez

Correr hacia los puestos de dulces era lo que más le gustaba a Fernando el día domingo después de la misa de nueve de la mañana.

En el pueblo, el domingo era un día mágico, al menos para los más pequeños: los papás los dejaban dormir hasta tarde, los levantaban para ir a misa, si se portaban bien tendrían para comprar dulces, podrían subirse a los juegos, ir al campo de futbol a ver el partido del único equipo del pueblo, salir en la tarde al parque, en fin, para muchos era el mejor día de la semana.

Pero este domingo tenía algo especial, las fiestas del pueblo coincidían con el fin de semana y el día de San Miguel caía precisamente en domingo. Los pequeños estaban felices, el parque estaba lleno de juegos que solo podían ver una vez por año y el fin de semana estaba a punto de empezar. Para muchos las horas de escuela pasaron lentas mientras ya pensaban a qué juegos se subirían y cuántos premios ganarían.

La alegría se desbordó al toque de salida. Un tropel de chamacos salía corriendo de cada salón en una gran algarabía, cargando una enorme mochila que apenas y podían sostener en sus espaldas y que los hacía inclinarse hacia adelante bajo el peso de las letras y los números, del compás y el transportador, de los colores y el sacapuntas. Nada de eso importaba ahora, ni la pesadez de la mochila, ni la tarea de matemáticas, ni los lápices y borradores.

Más allá de la escuela, los colores llenaron las pupilas de los niños, sus corazones se aceleraron y sus fantasías se dispararon. Como si se tratara de algo nunca antes visto, los pequeños recorrieron el parque deteniéndose en cada puesto, en cada juego. Del salón a la feria. Luces, colores, figuras de yeso, movimientos. Colorido y sueños. Fantasías y música.

Los ojos de Fernando se colmaron de luces de colores, de imágenes de muñecos, de los nombres de cada puesto, sus oídos de la música ruidosa de la feria, su pecho de ganas de jugar todos los juegos; de las risas del payaso del tiro al blanco, del baile del chango, de las plumas de colores de los dardos del puesto de los globos, de los animales de peluche de los cayucos, de las vueltas de la rueda de la fortuna, del rechinar de los caballitos y las sillas voladoras, de los olores de los dulces del puesto de doña Jovita que había quedado en medio de tantos juegos: de los dulces de leche, los camotes, las alegrías, las palanquetas y el chilacayote de colores. Apenas era viernes y la emoción ya lo desbordaba, apenas era el mediodía y ya deseaba que cayera la noche para que sus padres lo trajeran nuevamente y poder subir a todos y cada uno de los juegos.

La noche llegó y el pueblo entero se volcó en el parque, la plaza estaba llena, todos andaban ahí con sus mejores galas, caminando por el kiosco con sus trajes de domingo, con la alegría reflejada en el rostro. Muchos saludos, muchas voces, mucha gente.

Fernando miraba deslumbrado, la feria era muy distinta de noche, los colores se le antojaban más vivos, las luces más brillantes y llamativas, había miles y miles de foquitos que encendían y apagaban como si bailaran o siguieran el ritmo de la música. Sus ganas de subir a todos los juegos ya no eran tantas, sus ojos lo llenaban todo, había mucho que ver. Esa noche solo alcanzó a darse una vuelta en los caballitos y a jugar dos veces en los cayucos en donde solo ganó un perrito de peluche. Pero esa noche Fernando durmió feliz con su perrito en brazos, todavía podía escuchar el bullicio de la feria mientras se preparaba para dormir, y en sus sueños aparecieron las luces y el jolgorio de la feria.

A pesar de estar muy cerca la fiesta de San Miguel, el sábado transcurrió como cualquier otro sábado, al menos hasta la mitad del día. Los mayores se fueron a sus trabajos, la feria parecía dormida, como recuperándose del desvelo anterior, y los niños, como todos los pequeños del pueblo ayudaban en los quehaceres de la casa o se iban con sus papás a sus trabajos. Fernando, en casa, ayudó a su padre a cortar la hierba del jardín y arreglar el techo de la cocina de mamá.

La noche volvió a derramar alegría y bullicio en el pueblo, la feria llenó el aire de colores y sonidos por segunda vez, y nuevamente el pueblo entero se volcó sobre la plaza. La iglesia lucía sus mejores adornos y sus puertas abiertas, lista para la velación del santo patrón. Los niños, sonrientes, disfrutaron como nunca hasta ya entrada la noche.

¡Es domingo! ¡El mero día de San Miguel! La procesión con el santo está por empezar, las calles del pueblo están adornadas y bien barriditas, ya la banda está saliendo del atrio de la iglesia y cuatro señores vestidos de blanco cargan al santo en sus hombros. Las viejitas y las mamás van detrás del señor cura cantando y sosteniendo una larga vela, todas cubiertas con su chalina negra. Luego los hombres, más allá de las mujeres, todos bien arregladitos y con su sombrero en la mano, los niños al lado de su padre y las niñas al lado de su madre. Al final un señor que fuma y con el cigarro enciende los cuetes que en todo el camino van resonando por los aires. Algunos de los chamacos más grandes corren a recoger la varilla del cuete que luego utilizan para jugar o para defenderse de los diablos. El santo recorre el pueblo y regresa a la iglesia. El señor cura da la misa en una iglesia totalmente llena, de un lado las mujeres y del otro los hombres, muchos no han alcanzado lugar y la escuchan en el atrio. Fernando ha estado todo el tiempo junto a su padre.

Ha terminado la misa y todos salen, las mujeres van primero, los hombres, como siempre, van después.

¡Una ráfaga de truenos se escucha en el atrio! Los buscapiés salen disparados en todas direcciones y de algún lugar, ¡del que nadie espera!, salen los diablos; vestidos de rojo, con máscaras del mismo color, cola y capa, con largos cuernos y látigos en las manos. ¡Todos huyen despavoridos!, grandes y chicos, ¡todos! Sólo los muchachos les hacen frente, los torean, les jalan las colas, se burlan de ellos; ¡pero pobre de aquel a quien atrapen los diablos! Recorren el pueblo pues San Miguel los ha expulsado del lugar sagrado y ahora siembran terror en las calles, más de alguno ha recibido un susto, un latigazo en las piernas o una buena corretiza…

… El chasquido del látigo retumba en los oídos de Fernando, un escalofrío le recorre el cuerpo llenándolo de miedo y el sobresalto lo despierta, la noche ha sido incómoda en el asiento del autobús, su cabeza descansa en el cristal de la ventana mientras la mañana inicia y transcurre dulcemente, los recuerdos de su infancia le acompañan mientras se acerca a su pueblo en un día de San Miguel, aquel pueblo que dejó hace más de veinte años y que parece haberlo olvidado…




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